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Soluciones intentadas: cuando la buena voluntad es cómplice de los problemas

Soluciones intentadas: cuando la buena voluntad es cómplice de los problemas

Paco López
Profesor de la Facultad de Educación Social y Trabajo Social Pere Tarrés-URL
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11.10.17

Decía Óscar Wilde que las peores obras se suelen hacer con las mejores intenciones

Nos parece evidente que una parte del malestar y el sufrimiento de los seres humanos nace de acciones reprobables, egoístas o que buscan el beneficio propio. Sin embargo, aunque no resulte tan evidente, existe otra parte de ese malestar que es fruto de acciones hechas con la mejor de las intenciones. Quiero poner el foco sobre ellas.

Comencemos con una distinción muy básica, quizás obvia, pero no por ello menos relevante: la diferencia entre dificultades y problemas. Cuesta levantarse temprano. Eso es una dificultad. Perder varios trabajos a causa de la incapacidad para levantarse temprano es un problema. Resulta complicado tomar decisiones. He aquí otra dificultad. Acumular constantemente tareas pendientes por miedo a equivocarse puede acabar siendo un problema. Es duro aceptar la muerte de un ser querido o una ruptura sentimental. Estas son dificultades que, en un momento u otro de la vida, hay que afrontar. En ocasiones, la profunda tristeza del proceso de duelo puede llevar al bloqueo, la inacción y el abandono y se convierte en un serio problema. 

Si alguien aspira a relacionarse, educar, trabajar… (añádase cualquiera de los verbos en los que se concretan las cosas importantes de la vida) sin dificultades es que no acaba de entender de qué va eso de vivir. Las dificultades son parte inherente de la vida. Crecer significa aprender a afrontarlas de manera adecuada y, en determinadas ocasiones, “simplemente” aceptarlas (por ejemplo, cuando se trata de un suceso pasado que ya no podemos cambiar).

A veces, sin embargo, más por torpeza que por mala voluntad (en la mayoría de las ocasiones) contribuimos a convertir las dificultades (nuestras o de los otros a los que pretendemos ayudar) en problemas. ¿Cómo? De tres maneras:

  1. No actuando cuando toca actuar. Cuando, por ejemplo, evitamos reiteradamente afrontar agresiones o insultos en un contexto educativo alegando que son cosas de críos o que han de aprender a defenderse por sí mismos, podemos estar sentando las bases de un clima de relaciones en el que se vulneren derechos y se generen profundos problemas de sufrimiento de algunas personas.
  2. Actuando cuando no toca actuar. Cuando, por ejemplo, un padre preocupado por los suspensos de su hijo, hace los deberes por él, puede estar sentando las bases de un problema de aprendizaje futuro de más envergadura que el que originó esos suspensos iniciales.
  3. Actuando en niveles inadecuados. Cuando intentamos resolver hablando una dificultad que conviene afrontar actuando, cuando pretendemos analizar racionalmente lo que es una dificultad emocional o cuando damos respuestas asistenciales a conflictos estructurales…. También en estas ocasiones podemos estar contribuyendo a convertir las dificultades en problemas.

Por eso es tan importante, para los que nos dedicamos a la Educación social o el Trabajo social, no tener las intenciones como termómetro que determine la bondad de nuestra actuación. Actuar bien tiene que ver con los resultados de nuestros actos.

Para poner el foco en esos resultados, distinguimos entre diferentes tipos de “soluciones”. Existen las soluciones de verdad, que son las que ayudan a superar las dificultades o resolver los problemas. Pero también existen lo que llamamos “soluciones intentadas”, que son aquellas que no solucionan nada y, a pesar de tener evidencias de ello, seguimos aplicando porque nos parecen “lógicas” o porque creemos que no pueden ser malas si nacen de la buena voluntad. Son soluciones que se quedan en el intento pero, sobre todo, que contribuyen a convertir las dificultades en problemas y a mantener éstos en el tiempo.

Como el padre de los deberes, algunos profesionales de la Educación social o el Trabajo social pueden también acabar construyendo “ayudas que no ayudan” porque incapacitan o generan falta de autonomía. Y también, como en el caso de los educadores ante las agresiones, podemos evitar afrontar situaciones difíciles y esa evitación es fuente de problemas mayores.

Cuando nuestra función es contribuir a la mejora del bienestar y la calidad de vida de las personas, las buenas intenciones no sirven si, con ellas, somos cómplices de los problemas. El mundo necesita gente con ganas de ayudar, pero, sobre todo, necesita profesionales con criterio para distinguir lo que ayuda y lo que complica la vida a las personas, críticos con su propia actuación y capaces de rectificar si los resultados no son los esperados.

A veces, la mejor actuación comienza cuando somos capaces de dejar de hacer lo que estábamos haciendo. Así de simple y complicado a la vez. Como la vida misma.

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